viernes, 8 de febrero de 2013

No sufra el síndrome de la pobre viejecita.

No sufra el síndrome de la pobre viejecita.
Checo.

“Érase una viejecita
Sin nadita que comer
Sino carnes, frutas, dulces,
Tortas, huevos, pan y pez
Bebía caldo, chocolate,
Leche, vino, té y café,
Y la pobre no encontraba
Qué comer ni qué beber…”

Fragmento de Rafael Pombo

La anterior cita  hace parte de las rimas infantiles y es un retrato de Colombia. Ahora encontramos una juventud analfabeta con pocos honorarios intelectuales y sociales, que se regocija de la creatividad de los barrios populares de todas las regiones del país para sobrevalorar el sexo y la degeneración (reguetón obsceno) o un partido de fútbol para realizar actos vandálicos  (Barristas mal intencionados).

 ¿Qué pasó con la cultura?, ¿con las librerías y las bibliotecas?, ¿con los intelectuales? Este grupo selecto de lugares y conceptos se encuentran lejanos. Sentimos orgullo por los centenares de obras escritas por los literatos colombianos arrumados sobre las repisas sin un solo lector, y el millar de lugares donde se le da placer a los sentidos.

Algunos se quejan de no encontrar opción para salir adelante y el camino de la ignorancia parece ser la única salida. En contraste con colombianos profesionales presuntuosos, desempleados, incapaces, ineficientes y derrotistas; con sueldos ínfimos; menospreciando al resto de las clases creyéndose el cuento de ser la natilla innata o por lo menos aparentándola.

Pues señores, ¡bienvenidos a la picada social colombiana! Éste es un país donde para sobrevivir se necesita  empuje, esfuerzo y constancia, donde hay bibliotecas, librerías, espacios de arte, esperando un grupo de personas que las digiera con sus sentidos, con la mente, con la boca, con el pensamiento. Pero lastimosamente esa no es la realidad. Muchos esperan que la vida les proporcione por ósmosis lo que ha estado allí esperándolos.

Hay una historia que debo contarles. Una tendera informal de presencia sencilla como las flores de veranera, con un rostro envejecido por el tiempo y las tristezas, labora en horas de la noche en ésta ciudad encaramada.  Una de las tantas historias de pujanza que tal vez fue escuchada pero no retratada.

Esta mujer en la actualidad tiene un hijo en la pubertad que vive en una de las tantas comunas de Manizales, un ladrón de 17 años con anhelo de ser “el putas del barrio”. Mientras ella lo saca de apuros cada vez que puede. Debatiéndose entre su trabajo que paga la renta de la casa en obra negra, la pensión del colegio y el mercado, los constantes viajes hacia la cárcel de menores para escuchar las tantas promesas vacías de cambio de su hijo.

Ella, a la edad de 16 años, se casó con Jhon, el padre de su hijo, a quién dijo sí hasta que la muerte los separase hace 15 años. Pero no fue la hoz de la muerte quién los distanciase, sino el constante maltrato, el puño agresivo que moreteaba las piernas y rostro de su esposa hasta quedar exhausto cada noche.

Después de tres años de matrimonio, donde ella sobrellevó el ultraje constante y colmado el límite de su  amor, llegó el anhelado…no más…La única alegría que la impulsaba a seguir adelante era su pequeño hijo. En una tarde lluviosa decidió escaparse, cargó el infante y empacó en la pañalera lo poco que tenía.

A las afueras de su casa, ella sentía como las gotas de lluvia recorrían sus heridas y la hacían remembrar la golpiza de la noche anterior. Ella quedó estática mientras meditaba sus miedos acerca del desconocimiento de la ciudad y se preguntó en lo más profundo de su alma, ¿qué iba a pasar con su vida?

Entre tantas preocupaciones, hubo un momento de paz y llegó a su mente el recuerdo de una vecina de la familia, a media hora de camino, en un barrio aledaño. Se dirigió allí con el cuerpo encorvado protegiendo el chiquillo que tiritaba por el frío, con paso raudo, constante, dejando huellas en el fango. Renunciando a una vida rodeada de amargura.

Al llegar a ese barrio encontró una tienda donde preguntó por ella. El tendero de forma parca le indicó una casita morada y angosta, con dos materitas al lado de la puerta, que se encontraba diagonal a la tienda. Al haber conseguido tocar el timbre de la puerta con sus ropas destilando agua, sintió como sí el alma le volviese al cuerpo.

Ella abrió la puerta, la recibió, la abrazó y  le preguntó que había pasado. Su voz  temblorosa respondió a las preguntas de su amiga relatándole con detalle lo sucedido esos tres años.

Ella le recomendó que escapara con el niño, ya que su marido no dudaría en buscarla allí. Entonces le regaló ropas abrigadas y secas. Ella se cambió inmediatamente. Al salir su amiga le dijo: “toma estos 7000 mil pesos”, mientras  cambiaba a su hijo con lo poco que llevaba en la pañalera.

Al amainar la precipitación, se despidió de su amiga y salió con su hijo en brazos, se sentó a meditar en un andén en que iba a gastar esa plata. Al cabo de 20 minutos decidió gastar 400 pesos en tres huevos. Ella solo sabía sumar y restar.

Con esos tres huevos lo que hizo fue vender dos, cada uno a quinientos pesos, se fue de casa en casa. No tuvo mucho éxito al comienzo. Después de recorrer varias cuadras finalmente encontró un comprador. Hicieron el negocio y ella amablemente, pide un poco de mantequilla y alguna cacerola que ya no estuviera en uso. Por fortuna, aquel hombre tenía una, un tanto oxidada y se la entregó sin decir más. Ella agradeció y guardó el restante para la comida.

Con el resto de dinero alquiló un cuarto en una pensión de mala muerte para pasar la noche, ella acurrucada con su hijo, con la barriga a medio llenar mientras el sueño los vencía con el pasar de las horas, mientras una pequeña luz de luna se colaba por la rendija. 

Al otro día realizó lo mismo con su hijo en brazos, ahora ya no eran tres huevos sino seis. Con el pasar del tiempo se ganó la confianza del tendero y empezó a tener clientes. Al año diversificó los productos, y un día de esos que corrió con suerte, se encontró un coche tirado, pensó en colocar un carrito de dulces y desde hace siete años se encuentra allí todas las noches en frente de la clínica cerca a Confamiliares de la cincuenta.

Ella en su carrito de dulces vende pintadito, café, chitos y varias bebidas calientes, sus productos son un éxito entre los noctámbulos y taxistas que transitan por ese sector en horas de la noche y es gracias a la persistencia, esfuerzo y constancia, que ha rendido frutos como una vivienda, el estudio de su hijo y las tres comidas al día.   

Ahora querido lector, si una persona que solo sabía sumar y restar  pudo sacar a su hijo adelante con un par de huevos, usted con todas sus capacidades y recursos ¿Por qué no puede llegar al éxito? Espero que jamás sufra usted del “Síndrome de la pobre viejecita”.


Camilo Hernán Cárdenas Osorio. 
Comunicador Social y Periodista
Egresado de la Universidad de Manizales 2011

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